Resucitaré y salvaré el mundo…
(…)
—¿Qué maestro? —aulló Judas, amenazando con el puño—. ¿Este?
Pero, ¿es que no tenéis ojos para verlo y sesos para juzgarlo? ¿Es éste
un maestro? ¿Qué nos decía? ¿Qué nos prometía? ¿Dónde está el ejército
de ángeles que debía descender del cielo para salvar a Israel? ¿Dónde
está la cruz que debía ser nuestro trampolín para subir al cielo? Apenas
este falso Mesías vio alzarse la cruz ante él, perdió la cabeza, se
desvaneció y las mujercitas se adueñaron de él y lo emplearon para que
les hiciera hijos. Se batió como los otros, al parecer, se batió
valientemente y lo proclama desde los tejados. Pero sabes de
sobra, desertor, que tu lugar estaba en la cruz. Que otros se
ocupen de arar la tierra y las mujeres. ¡Tu deber era subir a la
cruz! Te jactas de haber vencido a la muerte… ¡puf! ¿Así triunfas
de la muerte? ¡Has engendrado hijos, y eso equivale a decir carne para
la muerte! ¡Carne para la muerte! ¿Qué es un niño? ¡Carne para la
muerte! Te has convertido en su carnicero y le llevas carne para que la
devore. ¡Traidor, desertor, cobarde!
—Hermano Judas —murmuró Jesús, cuyos miembros comenzaban a temblar—, hermano Judas, muéstrate más clemente conmigo…
—Me has roto el corazón, hijo del carpintero —rugió Judas—, me has roto el corazón, ¿cómo quieres que me muestre clemente contigo? ¡Tengo deseos de estallar en lamentaciones, como las viudas, de golpearme la cabeza contra las piedras! ¡Maldito sea el día en que naciste, el día en que nací y el día en que te conocí y llenaste mi corazón de esperanza! Cuando caminabas delante de nosotros y nos arrastrabas detrás de ti, cuando nos hablabas de la tierra y del cielo, ¡qué alegría, qué libertad, qué riquezas saboreaba! Los granos de las uvas nos parecían tan grandes como niños de doce años y quedábamos saciados con sólo comer un grano de trigo. Un día no teníamos más que cinco panes, dimos de comer a una gran multitud… ¡y todavía nos quedaron doce cestos repletos de panes! ¡Cómo brillaban entonces las estrellas, cómo inundaban de luz el cielo! No eran estrellas sino ángeles; y ni siquiera eran ángeles, éramos nosotros mismos, nosotros, tus discípulos, que nos levantábamos y nos acostábamos. Tú estabas en el medio, inmóvil como la estrella polar, ¡y nosotros que te rodeábamos, bailábamos alrededor! Me estrechabas en tus brazos, ¿recuerdas?, y me suplicabas: «¡Traicióname, traicióname! Así me crucificarán, resucitaré y ¡salvaremos el mundo!»
Fragmento de “La última tentación“, de Nikos Kazantzakis.
En Algún Día:
Los Alimentos de la Última Cena.
Jueves y Santo.
Expresiones con Pasión.
Versos olvidados: “Viernes Santo”, de Jorge Guillén.
Yehoshúa ben Yósef: el Jesús histórico.
Y resucitó…
Bolañomanía XXIV: 2666 Fobias.
” (…) Hay cosas más raras que la sacrofobia, dijo Elvira Campos, sobre todo si tenemos en cuenta que estamos en México y que aquí la religión siempre ha sido un problema, de hecho, yo diría que todos los mexicanos, en el fondo, padecemos de sacrofobia.
Piensa, por ejemplo, en un miedo clásico, la gefidrofobia. Es algo que padecen muchas personas. ¿Qué es la gefidrofobia?, dijo Juan de Dios Martínez. Es el miedo a cruzar puentes. Es cierto, yo conocí a un tipo, bueno, en realidad era un niño, que siempre que cruzaba un puente temía que éste se cayera, así que los cruzaba corriendo, lo cual resultaba mucho más peligroso. Es un clásico, dijo Elvira Campos. Otro clásico: la claustrofobia. Miedo a los espacios cerrados. Y otro más: la agorafobia. Miedo a los espacios abiertos. Ésos los conozco, dijo Juan de Dios Martínez. Otro clásico más: la necrofobia.
Miedo a los muertos, dijo Juan de Dios Martínez, he conocido gente así. Si trabajas como policía resulta un lastre. También está la hematofobia, miedo a la sangre. Muy cierto, dijo Juan de Dios Martínez. Y la pecatofobia, miedo a cometer pecados.
Pero luego hay otros miedos que son más raros. Por ejemplo, la clinofobia. ¿Sabes qué es? Ni idea, dijo Juan de Dios Martínez. Miedo a las camas. ¿Puede alguien tener miedo o aversión a una cama? Pues sí, hay gente que sí. Pero esto se puede atenuar durmiendo en el suelo y no entrando jamás a un dormitorio.
Y luego está la tricofobia, que es el miedo al pelo. Un poco más complicado, ¿verdad? Complicadísimo. Hay casos de tricofobia que acaban en suicidio. Y también está la verbofobia, que es el miedo a las palabras. En ese caso lo mejor es quedarse callado, dijo Juan de Dios Martínez. Es un poco más complicado que eso, porque las palabras están en todas partes, incluso en el silencio, que nunca es un silencio total, ¿verdad? Y luego tenemos la vestiofobia, que es el miedo a la ropa. Parece raro pero está mucho más extendido de lo que parece. Y uno relativamente común: la iatrofobia, que es el miedo a los médicos.
O la ginefobia, que es el miedo a la mujer y que lo padecen, naturalmente, sólo los hombres. Extendidísimo en México, aunque disfrazado con los ropajes más diversos. ¿No es un poco exagerado?
Ni un ápice: casi todos los mexicanos tienen miedo de las mujeres. No sabría qué decirle, dijo Juan de Dios Martínez.
Luego hay dos miedos que en el fondo son muy románticos: la ombrofobia y la talasofobia, que son, respectivamente, el miedo a la lluvia y el miedo al mar. Y otros dos que también tienen algo de románticos: la antofobia, que es el miedo a las flores, y la dendrofobia, que es el miedo a los árboles. Algunos mexicanos padecen ginefobia, dijo Juan de Dios Martínez, pero no todos, no sea usted alarmista. ¿Qué cree usted que es la optofobia?, dijo la directora. Opto, opto, algo relacionado con los ojos, híjole, ¿miedo a los ojos? Aún peor: miedo a abrir los ojos. En sentido figurado, eso contesta lo que me acaba de decir sobre la ginefobia. En sentido literal, produce trastornos violentos, pérdidas de conocimiento, alucinaciones visuales y auditivas y un comportamiento, por lo general, agresivo. Conozco, no personalmente, claro, dos casos en los que el paciente llegó hasta la automutilación. ¿Se sacó los ojos? Con los dedos, con las uñas, dijo la directora. Sopas, dijo Juan de Dios Martínez. Luego tenemos, por supuesto, la pedifobia, que es el miedo a los niños, y la balistofobia, que es el miedo a las balas.
Esa fobia es la mía, dijo Juan de Dios Martínez. Sí, supongo que es de sentido común, dijo la directora. Y otra fobia, ésta en aumento, es la tropofobia, que es el miedo a cambiar de situación o lugar. Que se puede agravar si la tropofobia deviene agirofobia, que es el miedo a las calles o a cruzar una calle. Sin olvidarnos de la cromofobia, que es el miedo a ciertos colores, o la nictofobia, que es el miedo a la noche, o la ergofobia, que es el miedo al trabajo. Un miedo muy extendido es la decidofobia, que es el miedo a tomar decisiones. Y un miedo que empieza recién a extenderse es la antropofobia, que es el miedo a la gente. Algunos indios padecen de forma muy acentuada la astrofobia, que es el miedo a los fenómenos meteorológicos, como truenos, rayos, relámpagos. Pero las peores fobias, a mi entender, son la pantofobia, que es tenerle miedo a todo, y la fobofobia, que es el miedo a los propios miedos. ¿Si usted tuviera que sufrir una de las dos, cuál elegiría? La fobofobia, dijo Juan de Dios Martínez. Tiene sus inconvenientes, piénselo bien, dijo la directora. Entre tenerle miedo a todo y tenerle miedo a mi propio miedo, elijo este último, no se olvide que soy policía y que si le tuviera miedo a todo no podría trabajar.
Pero
si les tiene miedo a sus miedos su vida se puede convertir en una
observación constante del miedo, y si éstos se activan, lo que se
produce es un sistema que se alimenta a sí mismo, un rizo del que le
resultaría difícil escapar, dijo la directora. (…)”
© Bolaño, Roberto. 2666. Editorial Anagrama. Barcelona, 2004.
En Algún Día │Roberto Bolaño.
Palabras fuertes y camisas malditas.
A continuación se reproduce un fragmento de la autobiografía de Twain, en el que el autor narra con humor un episodio de la cotidianidad conyugal.
Viernes 9 de febrero de 1906.
“El comentario de Susy sobre mi lenguaje subido de tono me perturba [...]. Durante los primeros diez años de mi vida de casado, mantuve un discreto y constante control de mi lengua mientas estaba en la casa, y salía y recorría cierta distancia cuando las circunstancias me excedían y me obligaban a buscar alivio. Atesoraba el respeto y la aprobación de mi esposa muy por encima del respeto y la aprobación del resto de la raza humana. Temía el día en que ella descubriera que yo no era más que un sepulcro blanqueado, cargado de lenguaje reprimido. Durante diez años fui tan cuidadoso que no dudaba de que mi represión era exitosa. Por lo tanto era casi tan feliz con mi culpa como si hubiera sido inocente.
Pero finalmente un accidente me dejó al desnudo. Una mañana fui al baño a arreglarme, y por descuido dejé la puerta entornada unos centímetros. Era la primera vez que no tomaba la precaución de cerrarla correctamente. Conocía perfectamente la necesidad de hacerlo sin falta, porque afeitarme siempre era para mí un verdadero suplicio que me ponía a prueba, y rara vez podía superarlo sin recurrir a alguna manifestación verbal. Esta vez me encontraba desprotegido, sin siquiera sospecharlo. No tuve problemas extraordinarios con mi navaja en esa ocasión, y pude arreglármelas tan sólo con refunfuños y gruñidos indecorosos, pero que no eran ruidosos ni enfáticos… nada de exclamaciones ni aullidos. Después me puse una camisa. Mis camisas son un invento mío. Están abiertas atrás, y allí se abotonan… cuando tienen botones. Esta vez el botón faltaba. Mi temperamento ascendió varios grados en un segundo, y mis comentarios subieron de tono de manera acorde, tanto en volumen como en vigor de expresión. Pero no me preocupé, porque la puerta del baño era sólida y supuse que estaba bien cerrada. Abrí la ventana de un tirón y arrojé la camisa afuera. Cayó sobre los arbustos, donde la gente en camino hacia la iglesia podría admirarla si lo deseaba: había tan sólo unos quince metros de hierba entre la camisa y los transeúntes. Todavía gruñendo como un trueno distante, me puse otra camisa. También le faltaba el botón. Subí los decibeles de mi lenguaje para enfrentar la emergencia, y arrojé la nueva camisa por la ventana. Estaba demasiado furioso -demasiado enloquecido- para examinar la tercera, así que directamente me la puse con gran irritación. Una vez más le faltaba el botón, y la camisa salió por la ventana detrás de sus camaradas. Luego me incorporé, reuní todas mis reservas, y solté la lengua como en una carga de caballería. En medio de mi gran ataque, advertí la puerta entreabierta y quedé paralizado.
Me llevó un buen rato terminar mi arreglo personal. Alargué ese tiempo innecesariamente tratando de decidir qué era lo mejor que podía hacer dadas las circunstancias. Traté de concebir la esperanza de que la señora Clemens estuviera dormida, pero sabía que no era así. No podía huir por la ventana. Era angosta y sólo adecuada para que salieran las camisas. Finalmente, tomé la decisión de entrar despreocupada y descaradamente al dormitorio con el aire de una persona que no ha hecho absolutamente nada. Recorrí con éxito la mitad del trayecto. No dirigí la mirada hacia ella, porque eso no me daba seguridad. Es muy difícil dar la apariencia de que uno no ha hecho nada cuando los hechos son exactamente opuestos, y a medida que avanzaba sentía que mi confianza se evaporaba. Apunté hacia la puerta de la izquierda porque era la que estaba más lejos de mi esposa. Nadie la había abierto desde el día que se construyó la casa, pero ahora me parecía un refugio providencial. La cama era esta misma en la que ahora estoy acostado, y dictando estas historias cada mañana con total serenidad. Era este mismo armazón veneciano elaboradamente tallado -el más cómodo que existió nunca, con espacio suficiente para toda una familia, y cantidad de ángeles tallados en sus columnas espiraladas y su cabezal y su listón a los pies para dar tranquilidad y sueños placenteros a los durmientes-. Tuve que detenerme en la mitad de la habitación. No tenía la fuerza necesaria para seguir adelante. Creía estar atravesado por una mirada acusadora… y que incluso los ángeles tallados me traspasaban con ojos poco amigables. Todos conocen la sensación que se tiene cuando uno está convencido de que, a sus espaldas, alguien lo mira con fijeza. Hay que volver el rostro… nadie puede evitarlo. Yo me volví. La cama estaba colocada tal como está ahora, con los pies donde debería estar la cabecera. Si hubiera estado colocada como debería, la altura del cabezal me hubiera protegido. Pero el listón de los pies no era suficiente protección, porque me dejaba al descubierto. Estaba expuesto. Completamente desprotegido. Me volví porque no pude evitarlo… y mi recuerdo de lo que vi aún es vívido después de todos los años transcurridos.
Sobre las almohadas vi la cabeza negra… vi esa cara joven y bella, y vi en esos hermosos ojos algo que nunca antes había visto. Centelleaban y relampagueaban con indignación. Sentí que me desmoronaba. Sentí que me reducía a la nada bajo esa mirada acusadora. Permanecí en silencio ante ese fuego desolador durante casi un minuto, diría… Pareció un tiempo muy, muy largo. Después los labios de mi esposa se separaron, y de ellos brotó… el último comentario que yo había hecho en el baño. El lenguaje era perfecto, pero la expresión era aterciopelada, poco práctica, como de aprendiz, ignorante, inexperta, cómicamente inadecuada, absurdamente débil y totalmente incompatible con ese gran lenguaje. Nunca en mi vida había escuchado algo tan desafinado, tan poco armonioso, tan incongruente, tan inapropiado como esas poderosas palabras cantadas al son de una música tan débil. Traté de no reírme, porque era una persona culpable que necesitaba con urgencia piedad y clemencia. Traté de no soltar la carcajada, y lo logré… hasta que ella dijo, con la mayor gravedad: “Ahí tienes, ahora sabes cómo suena”.
Entonces estallé; el aire se llenó de mis fragmentos, y se los oía pasar zumbando. Dije: “¡Oh, Livy, si suena así jamás volveré a hacerlo!”
Y entonces ella también rompió a reír. Ambos nos convulsionamos de risa y seguimos riéndonos hasta que estuvimos físicamente exhaustos y espiritualmente reconciliados”.
Traducción: Mirta Rosenberg.
Escrito por Mark Twain. ADN Cultura.
En Algún Día: Mark Twain. Autobiografía.
Esos que leen…
“El libro bueno es el amigo que todo lo da y nada pide. El maestro generoso que no regatea su saber ni se cansa de repetir lo que sabe. El fiel transmisor de la prudencia y de la sabiduría antigua. El consuelo de las horas tristes. El que hace olvidar al preso su cárcel y al desterrado su nostalgia. El sedante de los grandes afanes, que va dondequiera que vayamos con nuestro dolor. El mentor de las grandes decisiones. El que ablanda el corazón en los momentos de dureza, o nos vigoriza cuando empezamos a flanquear. Y después de ser todo esto, tiene la soberana grandeza de no hipotecar nuestra gratitud. Una vez leído lo volvemos sencillamente al estante, o lo dejamos olvidado en el asiento de un tren. Es igual. Ni nos guardará rencor si no se lo hemos agradecido”.
Gregorio Marañón.
Querido Scrooge…
“¡Oh! Pero Scrooge era atrozmente tacaño, avaro, cruel, desalmado, miserable, codicioso, incorregible, duro y esquinado como el pedernal, pero del cual ningún eslabón había arrancado nunca una chispa generosa; secreto y retraído y solitario como una ostra. El frío de su interior le helaba las viejas facciones, le amorataba la nariz afilada, le arrugaba las mejillas, le entorpecía la marcha, le enrojecía los ojos, le ponía azules los delgados labios; hablaba astutamente y con voz áspera. Fría escarcha cubría su cabeza y sus cejas y su barba de alambre. Siempre llevaba consigo su temperatura bajo cero; helaba su despacho en los días caniculares y no lo templaba ni un grado en Navidad.
(…) Jamás le detuvo nadie en la calle para decirle alegremente: “Querido Scrooge, ¿cómo estáis? ¿Cuándo iréis a verme?” Ningún mendigo le pedía limosna, ningún niño le preguntaba qué hora era, ningún hombre ni mujer le preguntaron en toda su vida por dónde se iba a tal o cual sitio. Aun los perros de los ciegos parecían conocerle, y cuando le veían acercarse arrastraban a sus amos hacia los portales o hacia las callejuelas, y entonces meneaban la cola como diciendo: “Es mejor ser ciego que tener mal ojo”.
(…)
(…) “Scrooge hizo más de lo que había dicho. Hizo todo e infinitamente más: y respecto de Tíny Tim, que no murió, fue para él un segundo padre. Se hizo tan buen amigo, tan buen maestro y tan buen hombre, como el mejor ciudadano de una ciudad, de una población o de una aldea del bueno y viejo mundo. Algunos se rieron al verle cambiado; pero él les dejó reír y no se preocupó, pues era lo bastante juicioso para saber que nunca sucedió nada bueno en este planeta que no empezara por hacer reír a algunos: y comprendiendo que aquéllos estaban ciegos, pensó que tanto vale que arruguen los ojos a fuerza de reír, como que la enfermedad se manifiesta en forma menos atractiva. Su propio corazón reía, y con eso tenía bastante.
No volvió a tener trato con los aparecidos, pero en adelante tuvo mucho más con los amigos y con la familia, y siempre se dijo que, si algún hombre poseía la sabiduría de celebrar respetuosamente la fiesta de Navidad, ese hombre era Scrooge.
¡Ojalá
se diga con verdad lo mismo de nosotros, de todos nosotros! Y también,
como hacía notar Tiny Tim, ¡Dios nos bendiga a todos!”
Cuento de Navidad, de Charles Dickens.
Entre la pena y la nada elijo la pena…
“No es que pueda vivir, es que quiero. Es que yo quiero. La vieja carne al fin, por vieja que sea. Porque si la memoria existiera fuera de la carne no sería memoria porque no sabría de qué se acuerda y así cuando ella dejó de ser, la mitad de la memoria dejó de ser y si yo dejara de ser todo el recuerdo dejaría de ser. Sí, pensó. Entre la pena y la nada elijo la pena.”
Fragmento de “Las Palmeras Salvajes” de William Faulkner.
“Era como si mientras el engaño sucedía en silencio y monótonamente, todos nosotros hubiéramos aceptado ser engañados, favoreciéndolo con nuestra inconsciencia o puede que cobardía, pues toda la gente es cobarde y prefiere de un modo natural cometer una traición, ya que ésta tiene un aspecto cómodo.”
“Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerta, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía. “
Fragmentos de “Mientras agonizo” de William Faulkner.
“Mi pueblo dio origen a Jesús, el suyo, lo cristianizó y desde entonces han tratado de expulsarlo de su Iglesia. Y ahora que prácticamente lo han conseguido, fíjense en el vacío que produce su partida. ¿Creen ustedes que el nuevo ideal de servicio, de grado o por fuerza, es mejor que el antiguo ideal de la humildad? No, no me refiero a los resultados. Los únicos que siempre ganan por las maquinaciones espirituales de la humanidad, son la pequeña minoría, por la misma actividad emocional, mental y física que ejerce, nunca la mayoría pasiva por quien se establece la cruzada”.
Fragmento de “Mosquitos” de William Faulkner.
Esa irresolución de arrojarse a la nada absoluta…
“Volví a casa con la sensación de una absoluta soledad. Generalmente, esa sensación de estar solo en el mundo aparece mezclada a un orgulloso sentimiento de superioridad: desprecio a los hombres, los veo sucios, feos, incapaces, ávidos, groseros, mezquinos; mi soledad no me asusta, es casi olímpica.
Pero en aquel momento, como en otros semejantes, me encontraba solo como consecuencia de mis peores atributos, de mis bajas acciones. En esos casos siento que el mundo es despreciable, pero comprendo que yo también formo parte de él; en esos instantes me invade una furia de aniquilación, me dejo acariciar por la tentación del suicidio, me emborracho, busco a las prostitutas. Y siento cierta satisfacción en probar mi propia bajeza y en verificar que no soy mejor que los sucios monstruos que me rodean.
Esa
noche me emborraché en un cafetín del bajo. Estaba en lo peor de mi
borrachera cuando sentí tanto asco de la mujer que estaba conmigo y de
los marineros que me rodeaban que salí corriendo a la calle. Caminé por
Viamonte y descendí hasta los muelles. Me senté por ahí y lloré. El agua
sucia, abajo, me tentaba constantemente: ¿Para qué sufrir? El suicidio
seduce por su facilidad de aniquilación: en un segundo, todo este
absurdo universo se derrumba como un gigantesco simulacro, como si la
solidez de sus rascacielos, de sus acorazados, de sus tanques, de sus
prisiones no fuera más que una fantasmagoría, sin más solidez que los
rascacielos, acorazados, tanques y prisiones de una pesadilla. La vida
aparece a la luz de este razonamiento como una larga pesadilla, de la
que sin embargo uno puede liberarse con la muerte, que sería así, una
especie de despertar. Pero despertar a qué? Esa irresolución de
arrojarse a la nada absoluta y eterna me ha detenido en todos los
proyectos de suicidio. A pesar de todo, el hombre tiene tanto apego a
lo que existe, que prefiere finalmente soportar su imperfección y el
dolor que causa su fealdad, antes de aniquilar la fantasmagoría con un
acto de propia voluntad. Y suele resultar, también, que cuando hemos
llegado hasta ese borde de desesperación que precede al suicidio, por
haber agotado el inventario de todo lo que es malo y haber llegado al
punto en que el mal es insuperable, cualquier elemento bueno, por
pequeño que sea, adquiere un desproporcionado valor, termina por hacerse
decisivo y nos aferramos a él como nos agarraríamos desesperadamente
de cualquier hierba ante el peligro de rodar en un abismo”.
Fragmento de “El Túnel” de Ernesto Sábato. [Descargar]
Las rubias según Raymond Chandler.
“Hay
rubias y rubias, y hoy es casi una palabra que se toma en broma. Todas
las rubias tienen su no sé qué, excepto, tal vez, las metálicas, que son
tan rubias como un zulú por debajo del color claro, y en cuanto al
carácter. Tan suave y blanco como el empedrado de la acera. Existe la
rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y
estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe
la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador
y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy
cansada cuando usted la acompaña a su casa. Ella hace ese gesto de
impotencia y tiene ese maldito dolor de cabeza y a usted le gustaría
aporrearla, aunque esté contento de haber descubierto lo del dolor de
cabeza antes de haber invertido en ella demasiado tiempo, dinero y
esperanzas. Porque el dolor de cabeza siempre estará así, es un arma que
nunca deja de usarse, y tan mortífera como la espada del asesino o el
frasco de veneno de Lucrecia.
Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto — siempre que sea visón —o adónde va— siempre que sea el “Starlight Roof” y haya mucho champaña seco—. Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común que sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review. Existe la rubia pálida, pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal. Adora la música, y cuando la Filarmónica de Nueva York está tocando Hindemith, ella puede decirle a usted cuál de los seis contrabajos entró un cuarto de tiempo más tarde. He oído decir que Toscanini también es capaz de ello. Eso quiere decir que son dos.
Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap d’Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chófer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa conque un anciano duque dice buenas noches a su criado.
Aquel sueño atravesado en mi camino no pertenecía a ninguna de esas categorías; ni siquiera era de este mundo. Era inclasificable: tan remota y clara como el agua de la montaña, tan evasiva como su color…”
Fragmento de “El Largo Adios” de Chandler, Raymond.
El derecho a callarnos.
“El hombre construye casas porque está vivo, pero escribe libros porque se sabe mortal. Vive en grupos porque es gregario, pero lee porque se sabe solo. La lectura es una compañía que no ocupa el lugar de ninguna otra y a la que ninguna compañía distinta podría reemplazar. No le ofrece ninguna explicación definitiva sobre su destino, pero teje una retícula apretada entre de complicidades entre la vida y él. Ínfimas y secretas complicidades que hablan de la necesidad paradójica de vivir, al tiempo que iluminan el absurdo trágico de la vida… De modo que nuestras razones para leer son tan extrañas como nuestras razones para vivir. Y a nadie se le ha otorgado poder para pedirnos cuentas sobre esta intimidad. Los pocos adultos que me dieron a leer se borraron siempre frente al libro y se abstuvieron de preguntarme lo que yo había entendido. A ellos, claro, yo les hablaba de mis lecturas. Vivos o muertos, les regalo estas páginas”.
Daniel Pennac. “Como una novela” Ed. Anagrama.
Oración de los Soberbios.
“¡Oh padre nuestro, que estás en los cielos, aunque no circunscrito a ellos, sino por el mayor amor que arriba sientes hacia los primeros efectos! Alabados sean tu nombre y tu poder por las criaturas, así como se deben dar gracias a las dulces emanaciones de tu bondad. Venga a nos la paz de tu reino, a la que no podemos llegar por nosotros mismos, a pesar de toda nuestra inteligencia, si ella no se dirige hacia nosotros. Así como los ángeles te sacrifican su voluntad entonando Hosanna, deben sacrificarte la suya los hombres. Danos hoy el pan cotidiano, sin el cual retrocede por este áspero desierto aquel que más se afana por avanzar. Y así como nosotros perdonamos a cada cual el mal que nos ha hecho padecer, perdónanos tú benigno, sin mirar a nuestros méritos. No pongas a prueba nuestra virtud, que tan fácilmente se abate, contra el antiguo adversario, sino líbranos de él, que la instiga de tantos modos. No hacemos, ¡Oh Señor amado!, esta última súplica por nosotros, pues ya no tenemos necesidad de ella, sino por los que tras de nosotros quedan.
De esta suerte, pidiendo por ellas y para nosotros un feliz viaje, iban aquellas almas soportando su carga, semejante a la que a veces cree uno llevar cuando sueña. Desigualmente cargadas y desfallecidas caminaban alrededor del primer círculo, a fin de purificarse de las vanidades del mundo.
- ¡Ah! Que la justicia y la piedad os alivien pronto de vuestro peso, de modo que podáis desplegar las alas y elevaros según vuestro deseo; mostradnos por qué lado se va más pronto hacia la escala; y si hay más de un camino, enseñadnos cuál es el menos pendiente, pues este que viene conmigo es muy tardo en subir, a causa de la carne de Adán de que va revestido”.
Dante Alighieri. “La Divina Comedia“. Purgatorio. Canto XI.
La Guerra y la Paz.
- Sí, Conde, tiene demasiado noble el corazón y demasiado pura el alma para vivir en este mundo actual, tan depravado – decía -. Nadie tiene en aprecio la virtud, porque, vamos a ver, dígame: ¿es honesto lo que ha hecho Bezukhov? Mi Fedia, llevado por su buen natural, le quería, y ni ahora dice nada contra él. ¿No se burlaron de la policía juntos en San Petersburgo? Pues a Bezukhov no le ocurrió nada y mi hijo cargó con todas las consecuencias. ¡Y lo que ha tenido que aguantar! Claro que le rehabilitaron, ¡pero cómo no lo habían de hacer si estoy segura de que hijos de la patria tan valerosos como él existen muy pocos! ¡Y ahora este desafío! Estos hombres desconocen lo que es el honor. ¡Provocarle sabiendo que es único hijo y hacerle blanco de ese modo…! Pero Dios ha querido guardármelo. Y total, ¿por qué? ¿Quién se ve libre de intrigas en estos tiempos? ¿Y qué culpa tiene mi hijo si el otro tiene celos…? Comprendo que desconfiara…, pero el asunto ya tiene un año de duración… Y vamos…, lo provocó suponiendo que Fedia no aceptaría el reto porque le debe dinero. ¡Ah, cuánta vileza! ¡Cuánta cobardía! Veo, Conde, que comprende a mi hijo; por eso le quiero con todo mi corazón. Le comprenden muy pocos. ¡Tiene un gran corazón y un alma muy pura!
(…)
– Me creen malo, y lo sé – decía -. Pero me es igual. No quiero conocer
a nadie excepto a los que aprecio, y a éstos les quiero tanto que hasta
daría la vida por ellos; a los demás, los pisotearía si los hallara en
mi camino. Tengo una madre inapreciable, que adoro, dos o tres amigos
(tú uno de ellos), y en cuanto a los otros poco me importa que me sean
útiles o perjudiciales. Y casi todos estorban, las mujeres las primeras.
Sí, amigo mío; he tropezado con hombres enamorados, nobles y
elevados, pero mujeres, salvo las que se venden (condesa o cocinera, que
para el caso es lo mismo), no he hallado ninguna. Todavía no me ha sido
dado hallar la pureza celestial, la devoción que busco en la mujer. Si
hallara una, le daría mi vida. Y las demás… – hizo un gesto
despreciativo -. Puedes creerme que si aún me interesa la vida es porque
espero hallar a esa criatura divina que me purificará, me regenerará,
me elevará. Pero tú no puedes comprender esto…
Guerra y Paz. Cuarta Parte. Capítulo VII. Autor: León Tolstói.
De la vida cotidiana de Julio Cortázar.
Ciento veintiséis cartas y trece tarjetas postales inéditas se incluyen en el nuevo libro de Cortázar (1914-1984) publicado en Argentina. Es un epistolario dirigido al pintor y poeta Eduardo Jonquières y a su esposa, María, en el que habla de su vida en París, de sus lecturas, de sus amigos, de sus mujeres, del cual ofrecemos un comentario y una selección.
Cartas a los Jonquières
30 de mayo de 1952.
“… la resolución de ese gran enigma consistente en saber para qué cuernos está uno aquí, y por qué le ha sido dada una facultad expresiva peculiar, sólo puede quizá entreverse al cabo de una extenuante cacería espiritual. Es aquí donde el viaje, el amor, la felicidad y la infelicidad se insertan como llaves en la medida en que uno los provoque. Para mi vecino de al lado (un plácido biólogo) París es —sic— “una ciudad incómoda donde no hay buenos cafés.” Para mí, en el apéndice de experiencias a veces extenuantes, esto es el punto donde la placa del microscopio se vuelve de pronto nítida después de tanta vida pasada en el ajuste minucioso del lente. No dura más que un segundo, pero en ese segundo veo. Veo lo que yo tendría por hacer si no fuera tan incapaz. Veo lo que espera del otro lado de esto que llamamos realidad. Cuando recaigo en el poema sé que lo que escribo tiene menos de creación que de mostración. En B.A. inventaba; aquí siento (¡tan raramente, pero con tanta fuerza!) que nada verdadero es inventado…”
Fuente: De la vida cotidiana de Julio Cortázar – Milenio.07.08.2010.
En Algún Día│ Julio Cortázar.
Cómo me deshice de quinientos libros.
Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tu mismo. (Eduardo Torres).
“Hace
varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que
éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de
un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su
biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar
que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros
terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño
de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los
dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos. Yo no he estado, y
probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca
hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista
inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de 500 volúmenes.
Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera. Por ese tiempo di en la torpeza de visitar las librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Catón se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. En cuanto uno empieza a sentir la atracción de estos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a simples conocidos.
¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día está uno tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: ¡Cuántos libros tienes! Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: ¡Qué inteligente eres!, y el mal está hecho. Lo demás ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez mas inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente, en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.
En
tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme
únicamente con aquellos libros que de veras me interesaran, hubiera
leído, o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida,
¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su
cobardía una de las más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes
diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De
los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a
eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran
espiritualmente para mi, sino por el coeficiente de menor prestigio que
los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar. Día y
noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las
vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como decimos los
modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas,
cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo1 Se supone que
la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han
sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con
optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar
algo. Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la
primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer al espíritu más rico,
las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más
lúcido. Y no obstante, qué de consideraciones hice para descartar
cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un
cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado
en sus estantes mas de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su
casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o
cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias
obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la Universidad una cantidad
enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto
en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.
No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 2; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1/2; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, 1/2 (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etc.
Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. SÍ bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar 500 libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa lo tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio. Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos politices o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones francesas.
Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxigeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser más sabios e incluso la más falaz e inútil de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.
Mi optimismo me llevó a suponer que al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la verdad”.
© Augusto Monterroso.
Fuente: Letralia.
Si no hago nada mañana, me suicido.
(Yásnaya Poliana, 1828-Lípetsk, 1910). “Tengo ante mí el diario íntimo de mi padre desde 1847”, escribe Tatiana Tolstói, hija del autor de Guerra y paz y Anna Karenina. Con esos diarios como materia prima, ha escrito un libro, Sobre mi padre, que Norte Sur edita en España este otoño. Adelantamos extractos de anotaciones del célebre escritor.
[24 de marzo de 1847] He cambiado mucho, pero nunca he alcanzado el grado de perfección que habría deseado.
[7 de abril] Me voy una semana al campo. ¿Qué hacer durante esa semana? Aprovecharé para estudiar inglés, latín, derecho romano y ocuparme de las normas que quiero imponer a mi vida.
(…)
¿A qué dedicaré mi tiempo en el campo durante los próximos dos años? 1) Estudiar derecho para aprobar el examen final en la universidad. 2) Estudiar los primeros elementos de la medicina teórica y práctica. 3) Estudiar lenguas: francés, ruso, alemán, inglés, italiano y latín. 4) Estudiar agricultura teórica y práctica. 5) Estudiar historia, geografía y estadística. 6) Estudiar matemáticas (curso del instituto). 7) Estudiar una tesis. 8) Intentar alcanzar la perfección en música y en arte. 9) Poner por escrito la regla de mi vida. 10) Adquirir algunos conocimientos en ciencias naturales. 11) Escribir algo sobre todos los temas que estudie.
[18 de abril] Me he asignado demasiadas normas y he querido seguirlas todas a la vez. No tengo fuerzas suficientes.
(…)
¡Ay! Qué difícil es para un hombre mejorar cuando sólo tiene malas influencias… ¿Llegará algún día en que ya no dependa de las circunstancias? A mi entender, la perfección consiste en eso.
[3 de julio] Mi principal error… es que he confundido el perfeccionamiento con la perfección. Hay que empezar por conocerse bien a uno mismo, conocer sus defectos e intentar corregirlos, en lugar de proponerse como meta la perfección, que no sólo es imposible de alcanzar en un punto tan bajo como en el que estoy, sino que… te priva de toda esperanza de poder alcanzarla.
(…)
Estoy firmemente decidido a dedicar mi vida al prójimo. Me lo digo por última vez: si en tres días no hago nada para los demás, me mato.
(…)
Si no hago nada mañana, me suicido.
Fuente: El País Semanal.
Las Palabras.
“Las
palabras son buenas. Las palabras son malas. Las palabras ofenden. Las
palabras piden disculpa. Las palabras queman. Las palabras acarician.
Las palabras son dadas, cambiadas, ofrecidas, vendidas e inventadas. Las
palabras están ausentes. Algunas palabras nos absorben, no nos dejan:
son como garrapatas, vienen en los libros, los periódicos, en los
mensajes publicitarios, en los rótulos de las películas, en las cartas y
en los carteles. Las palabras aconsejan, sugieren, insinúan, conminan,
imponen, segregan , eliminan. Son melifluas o ácidas. El mundo gira
sobre palabras lubrificadas con aceite de paciencia. Los cerebros están
llenos de palabras que viven en paz y en armonía con sus contrarias y
enemigas. Por eso la gente hace lo contrario de lo que piensa creyendo
pensar lo que hace.
Hay muchas palabras.
Y están los discursos, que son palabras apoyadas unas en otras, en equilibrio inestable gracias a una sintaxis precaria hasta el broche final: “Gracias. He dicho”. Con discursos se conmemora, se inaugura, se abren y cierran sesiones, se lanzan cortinas de humo o se disponen colgaduras de terciopelo. Son brindis, oraciones, conferencias y coloquios. Por medio de los discursos se transmiten loores, agradecimientos, programas y fantasías. Y luego las palabras de los discursos aparecen puestas en papeles, pintadas en tinta de imprenta —y por esa vía entran en la inmortalidad del Verbo. Al lado de Sócrates, el presidente de la junta domina el discurso que abrió el grifo fontanero. Y fluyen las palabras, tan fluidas como el “precioso líquido”. Fluyen interminablemente, inundan el suelo, llegan hasta las rodillas, a la cintura, a los hombros, al cuello. Es el diluvio universal, un coro desarmado que brota de millares de bocas. La tierra sigue su camino envuelta en un clamor de locos, a gritos, a aullidos, envuelta también en un murmullo manso represado y conciliador. De todo hay en el orfeón: tenores y tenorinos, bajos cantantes, sopranos de do de pecho fácil, barítonos acolchados, contraltos de voz-sorpresa. En los intervalos se oye el punto. Y todo esto aturde a las estrellas y perturba las comunicaciones, como las tempestades solares.
Porque las palabras han dejado de comunicar. Cada palabra es dicha para que no se oiga otra. La palabra, hasta cuando no afirma, se afirma: la palabra es la hierba fresca y verde que cubre los dientes del pantano. La palabra no muestra. La palabra disfraza.
De ahí que resulte urgente mondar las palabras para que la siembra se convierta en cosecha. De ahí que las palabras sean instrumento de muerte o de salvación. De ahí que la palabra sólo valga lo que vale el silencio del acto.
Hay,
también, el silencio. El silencio es, por definición, lo que no se oye.
El silencio escucha, examina, observa, pesa y analiza. El silencio es
fecundo. El silencio es la tierra negra y fértil, el humus del ser, la
melodía callada bajo la luz solar. Caen sobre él las palabras. Todas las
palabras. Las palabras buenas y las malas. El trigo y la cizaña. Pero
sólo el trigo da pan”.
De este mundo y del otro, Alfaguara.
En Algún día | José Saramago.
Balzac en tiempo de crisis.
“Muchas
veces escuché decir a mi tío que hay que cuidarse de gastar todo el
dinero que se posee en la noche, aunque se esté seguro de recibir más al
día siguiente. Porque por razones imprevisibles y
ajenas al hombre de consumo, estas entradas de dinero casi siempre se
retrasan o no llegan nunca. Y, Dios mediante, nadie sabe mejor que yo
cuanta razón tenía mi tío.
De manera que podemos asumir de entrada que esta situación ocurre, y debemos identificar las soluciones que se pueden aplicar. Todas están basadas en un principio que no se puede ignorar bajo ningún pretexto. A continuación ofrezco este gran axioma:
Siempre se debe comprar en los proveedores más ricos. Primeramente, porque todo lo que tienen es de primera calidad. Segundo, porque tiene que darle vuelta al principio que tantas veces invoqué, es decir, que estos individuos tienen demasiado y usted no suficiente, y que usted verdaderamente les hace un servicio -y a usted por supuesto también-, si de esta manera intenta reestablecer el equilibrio. (De hecho, nadie está más que usted interesado en la creación de este equilibrio). Tercero, porque el vacío que resulta en sus tiendas casi siempre pasa inapercibido, y que este vacío es rápidamente colmado por la clientela de pago que su fidelidad le trae a este proveedor.
Consecuencias: Usted debe escoger un propietario que vive en la abundancia y que no está esperando ansiosamente sus cien ecus para pagar sus deudas fiscales. Todo inquilino sabe que en todas las zonas de París existen ricos propietarios, de manera que esto le será fácil.
De la misma manera almorzará en el Palais Royal y cenará en el Boulevard des Italiens. Puede que usted piense que en estos locales es necesario pagar en efectivo. ¡No, de ninguna manera! La prosperidad de estos lugares se debe principalmente a la masa de clientes que no pagan. Pues estos conocen el arte de escoger los platos. Estos saben como abrirle el apetito a aquellos que no saben ordenar una cena, pero saben pagarla. Entre dueños de restaurantes, a veintiún o treinta y dos sous el cubierto no se da crédito, esto lo sabe todo el mundo. Pero en los grandes establecimientos de los cuales les estoy hablando, ya se ha descubierto lo que hace ganar un hombre de consumo que no puede pagar una cena de veinte francos. Fácilmente treinta francos para cada diez francos que él no paga, esto es lo que aporta gracias al cierto desvío por medio del hombre “productivo”.
Conozco grandes dueños de restaurantes, que estarían dispuestos a pagarle algo a usted, para que se quede sentado todo un día en una mesa, llamando a los mesoneros -por supuesto por su nombre, para que se vea que es un acostumbrado-, reclamando Champagne, dejando que espumee a su vino y también su reputación. Su silueta alienta al pasivo o reducido apetito de los paseantes que lo ven por la vitrina, y estos se sienten invadidos por un hambre incontrolable.
En cuanto a usted, después de haber consumido todo lo que es humanamente posible, se levanta y lleva indolentemente su mano al botón de oro de su traje, como para buscar su billetera en el bolsillo de su chaqueta. Saca un mondadiente, e inmediatamente el mesonero le hace una señal con la cabeza, que está llena de respeto y al mismo tiempo de agradecimiento, para evitarle la molestia de pagar, lo cual seria casi un insulto para él. Luego, al salir, le dirige un saludo y un guiño a la dama que está sentada en la caja. La gracia con la cual le devuelve el saludo demuestra con amplitud que tiene el entendimiento: La casa es pagada de sobra con el excelente apetito que usted acaba de ejemplarizar, el cual ahora tiene que ser imitado de igual manera. Sin broma, es un hecho que los primeros restaurantes de la capital tienen día tras día una media docena de clientes de esta calidad como reserva permanente.
Usted tampoco pedirá su vestimenta en otro lugar que en casa Bardes, pues este buen hombre, que con una sola palabra del ministerio de Guerra, podría vestir a todo el Ejército francés en veinticuatro horas, le despachará un traje completo, cuatro chaquetas y dos pantalones, sin que usted tenga que abandonar otras prendas como forma de pago. Acuérdese también de esto: Si por casualidad él viniera hasta su casa, sería simplemente para preguntarle si debe prepararle también una peregrina o un abrigo, contra el mismo pago, por supuesto.
Usted se hará hacer sus zapatos con Sakoski. Él calza a todo lo fashionable y al ministro de finanzas. De manera que puede estar seguro de que tomará sus medidas y le abrirá una cuenta en su notable libro principal.
En cuanto a sus sábanas, cómprelas en la lencería de la Corte; nadie conoce mejor las ventajas de la entidad del crédito que este establecimiento. Y cuando se compra con crédito, una pieza más o menos no hace la diferencia. De todas maneras, se perderá en la masa de clientes del mismo tipo. Estos, pues, son los proveedores que debe escoger; porque son los únicos que puede pagar sin sacar un solo sou de su bolsillo. Siempre con la condición de que las palabras bonitas tengan para usted el mismo valor que el dinero en efectivo.
No debe pensar que un devorador de dinero como el que describo se verá obligado a cargar mercancías en los puertos de Saint-Paul o de Saint-Nicolas para pagar las deudas que le procuran sus placeres cotidianos. Tampoco marchará en el calor de un día de julio para recolectar la cosecha, ni saldrá un frío día de invierno para sembrar. No se romperá la cabeza para mejorar los diferentes productos que en regla general nos regalan las bestias cornudas o no cornudas, como se acostumbra en Francia y en otros lugares.
No pasará el día enriqueciendo nuestra industria con la producción de una bufanda o de una estufa económica o de una afeitadora, y tampoco pasará el día induciéndole vida a una tela con su mano, para eternizar los trazos de algún defensor de nuestra libertad, retratado en la naturaleza, bien sea en el bosquecito de Meudon o de Montmorency; tampoco sacrificará su noche acompañando con un violín, un bajo, o una flauta, o su cuerno a los artistas de nuestro Teatro Real, quienes cantan en falsete o no sincronizan su baile. Finalmente, tampoco pasará tres cuartos de su vida en la Rué de Rivoli, sumando largas facturas. No hará nada de todo esto; pero porque no sembrará, no fabricará, no pintará, no hará música y no calculará; francamente, sería un error pensar que no hará ningún trabajo, que no producirá nada, que no consumirá nada, que no pagará. Todo esto lo hace; pero por supuesto a la manera de mi tío.
Por eso he aquí algunas informaciones que revelan todo aquello que desean saber los buenos vividores para los cuales fue creada la obra de mi tío, a saber: Una descripción del ritmo de vida que ha de seguir y respetar su progenitura, y un resumen de los “bienes colectivos” que produzcan con su método:
Primero: El gozador, quien quiera que sea, no se levanta antes de las diez.
Gracias a esta feliz forma de indolencia podrá reducir el número de
dependientes de comercio, de lavanderas, de vendedores a comisión, de
coches, de holgazanes, que día tras día y cada mañana se esfuerzan en
llenar las calles más animadas, y por lo tanto de ensuciarlas. Ésta ya
es la primera cosa buena que hace.
Segundo: Luego otorgará audiencias a todos sus acreedores sin excepción entre las diez y las once, para escucharles, y para aplicar en la práctica los récipes descritos en este libro. Por lo tanto, durante este tiempo, los acreedores que ocupan su antesala esperando que usted se levante, no están capacitados para encontrarse con otros gozadores, es decir otros deudores; esta ventaja resulta que beneficia a la colectividad. Segunda ventaja.
Tercero: Recibirá a todos sus proveedores entre las once y el mediodía. Se queda con aquello que los unos trajeron, y encarga algo nuevo a aquellos que no trajeron nada. De esta manera los mantiene siempre en movimiento, agranda su crédito, aumenta sus transacciones. Tercera ventaja.
Cuarto: Desde las doce hasta la una se va a vestir. Que conste que “sabrá” cómo atar su corbata con la ayuda de la teoría sobre esta importante parte de nuestra vestimenta que debato en otra obra. Así apoya al editor que la publicó, y al mismo tiempo favorece la producción y la venta de los muselinas, jaconas, percales, y batistas, que producen nuestras manufacturas. Cuarta ventaja.
Quinto: A las dos irá a desayunar en el Café de Perron, en donde hará crecer las ventas globales gracias a la delicadeza con la que elige sus platos de acuerdo a la carta. Pondrá de moda los Oeufs en coquille o la Omelette á l’oseille, y los comerá con tanta gracia que contagiará a todos aquellos que también desean comer algo así pero que no saben diferenciar los platos. Fiel a su sistema, no pagará el desayuno. Pero hará que otras veinte personas que normalmente sólo toman una taza de café o una tostada, se sientan obligadas a hacer el gesto de pedir y pagar suculentos desayunos.
El dueño del café estará muy satisfecho de que se le paguen veinte desayunos, es decir muy satisfecho con el cliente que de esta manera le paga el suyo, aunque sin dinero. Quinta ventaja.
Sexto: Luego se irá a los jardines de las Tullerías para esperar tranquilamente la hora de la cena. Las dos o tres sillas que utilizará sin pagar para descansar de sus actividades tendrán un productivo efecto para la dama que las alquila. Pues su forma de sentarse en ellas invitará a los demás pasantes a descansar. En pocos instantes, todas las sillas estarán ocupadas y pagadas, de manera que la dama hace negocios y sabe agradecérselo. Sexta ventaja.
Séptimo: Una doncella más o menos sospechosa pasa, languidece por una cena en una de las alamedas, pasa delante de él, quien demuestra una admiración visible por su cintura, por su caminar, por toda su “índole”, que le parece “buena”. Un inglés, que no entiende nada de eso, no tarda en hacer la misma observación, se levanta, se le acerca, y le ofrece el brazo, una cena, y su bolsa, los cuales son aceptados. Ha introducido al inglés a nuestro comercio francés. Séptima ventaja.
Octavo: A las ocho llevará a algunos amigos cuyos nombres no conoce con exactitud para cenar en el establecimiento del tabernero que acostumbra a visitar. Lo pone “en vogue” con algunas palabras: “Mesonero, ostras verdes, tisana de champagne frappé, perdices trufadas…”. Comerá como cuatro, beberá como seis, y esto durará no menos de dos horas. Su buena digestión tendrá verdaderamente un resultado fructífero, después de que sus amigos hayan pagado sus cuentas. Pero el tabernero estará encantado y habrá tomado la decisión de no pedirle jamás un sou a tan precioso cliente. Las ostras que consumió tienen como efecto al día siguiente, después de haber sido expuestas en la vitrina, de atraer una abundante clientela. Los comerciantes de vino de Reims y de Epernay ya no podrán satisfacer la demanda de tisana que vendrá de todas las partes del mundo. La población de Périgord, ya tan ocupada con la búsqueda de trufas, redoblará su actividad, el país florecerá como sólo suele hacerlo en tiempo de elecciones, el mercado de Poissy estará mejor surtido, todo sube de valor. Octava ventaja.
Por lo tanto, ¡cuántas ventajas gracias a una sola! Y todo esto, porque la operación fue realizada por un individuo que estudió a fondo las teorías de mi tío, y supo aplicarlas en la práctica. [...] Ya no vivimos, gracias a Dios, en una época en la que está bien visto tener deudas, y en la cual los acreedores traen más honor en la antesala que lacayos en la antesala.
La locura de algunos jóvenes en los tiempos de la vieja corte había penetrado todos los estratos sociales, pero fue mi tío quien modeló un principio del derecho civil, del derecho político y comercial, en pocas palabras, un libro para demostrar claramente que deudas no pagadas son la prueba irrevocable de la felicidad de aquellos que las contraen. [...]
Sé muy bien, y todo el mundo lo sabe, que las leyes de la sociedad permiten en estos casos -por medio de una de esas inconsecuencias en nuestras costumbres, de las cuales podría nombrarle varias con facilidad-, lo que la ley condena. También sé que de día los tribunales sentencian a los deudores, pero que en la noche las obras de teatro se burlan de los acreedores, y que en cierta forma es un acuerdo entre el gran mundo y el teatro, reírse de las farsas que se hacen a los acreedores. Pero con el tiempo los acreedores se cansan, cuando han probado caminos infructuosos, se cansan de siempre postergar el plazo que se les pide, y finalmente se vuelven firmes y obtienen una orden de la Corte que les permite exigir el cumplimiento forzado, y el deudor no puede hacer otra cosa para recibir nuevo crédito que pagar por lo menos una parte, y para esto se dirige a un usurero”.
Honoré de Balzac.
Fuente: El Cultural.es
El cuerpo de Cristo muerto en la tumba.
El cuerpo de Cristo muerto en la tumba, de Henri de Lubac.
“Este cuadro… ¿No crees que puede hacer perder la fe a un creyente?”.
“…
Lo más extraño era la singular y apasionada pregunta que sugería la
vista de este cadáver…. ante una visión semejante…, ¿puede la
imaginación revestir de una forma determinada lo que en realidad no la
tiene? Me parecía, por momentos, ver esta fuerza infinita, este ser
pesado, tenebroso y mudo, materializarse de una manera extraña e
indestructible. recuerdo haber tenido la misma expresión que si me
cogiese alguien de la mano y con una luz me enseñase una tarantula
enorme, asegurándome que aquello era un ser a la vez tenebroso, sordo y
todopoderoso y se riese ante mi indignación….”
Fragmento de “El Idiota” de Dostoievski.
Miguel Strogoff.
“(…) Miguel Strogoff era alto de talla, vigoroso, de anchas espaldas y
pecho robusto. Su poderosa cabeza presentaba los hermosos caracteres de
la raza caucásica y sus miembros, bien proporcionados, eran como
palancas dispuestas mecánicamente para efectuar a la perfección
cualquier esfuerzo. Este hermoso y robusto joven, cuando estaba asentado
en un sitio, no era fácil de desplazar contra su voluntad, ya que
cuando afirmaba sus pies sobre el suelo, daba la impresión de que echaba
raíces. Sobre su cabeza, de frente ancha, se encrespaba una cabellera
abundante, cuyos rizos escapaban por debajo de su casco moscovita. Su
rostro, ordinariamente pálido, se modificaba únicamente cuando se
aceleraba el batir de su corazón bajo la influencia de una mayor rapidez
en la circulación arterial. Sus ojos, de un azul oscuro, de mirada
recta, franca, inalterable, brillaban bajo el arco de sus cejas, donde
unos músculos supercillares levemente contraídos denotaban un elevado
valor -el valor sin cólera de los héroes, según expresión de los
psicólogos- y su poderosa nariz, de anchas ventanas, dominaba una boca
simétrica con sus labios salientes propios de los hombres generosos y
buenos.
Miguel Strogoff tenía el temperamento del hombre decidido, de rápidas soluciones, que no se muerde las uñas ante la incertidumbre ni se rasca la cabeza ante la duda y que jamás se muestra indeciso.
Sobrio de gestos y de palabras, sabía permanecer inmóvil como un poste ante un superior; pero cuando caminaba, sus pasos denotaban gran seguridad y una notable firmeza en sus movimientos, exponentes de su férrea voluntad y de la confianza que tenía en sí mismo. Era uno de esos hombres que agarran siempre las ocasiones por los pelos; figura un poco forzada pero que lo retrataba de un solo trazo.
Vestía uniforme militar parecido al de los oficiales de la caballería de cazadores en campaña: botas, espuelas, pantalón semiceñido, pelliza bordada en pieles y adornada con cordones amarillos sobre fondo oscuro. Sobre su pecho brillaban una cruz y varias medallas. Pertenecía al cuerpo especial de correos del Zar y entre esta elite de hombres tenía el grado de oficial. Lo que se notaba particularmente en sus ademanes, en su fisonomía, en toda su persona (y que el Zar comprendió al instante), era que se trataba de un «ejecutor de órdenes». Poseía, pues, una de las cualidades más reconocidas en Rusia -según la observación del célebre novelista Turgueniev-, y que conducía a las más elevadas posiciones del Imperio moscovita.
En
verdad, si un hombre podía llevar a feliz término este viaje de Moscú a
Irkutsk a través de un territorio invadido, superar todos los
obstáculos y afrontar todos los peligros de cualquier tipo, era, sin
duda alguna, Miguel Strogoff, en el cual concurrían circunstancias muy
favorables para llevar a cabo con éxito el proyecto, ya que conocía
admirablemente el país que iba a atravesar y comprendía sus diversos
idiomas, no sólo por haberlo recorrido, sino porque él mismo era
siberiano”. (…)
Las intermitencias de la Muerte. Saramago.
“Al día siguiente no murió nadie. El hecho, por absolutamente contrario a las normas de la vida, causó en los espíritus una perturbación enorme, efecto a todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en los cuarenta volúmenes de la historia universal, ni siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un fenómeno semejante, que pasara un día completo, con todas sus pródigas veinticuatro horas, contadas entre diurnas y nocturnas, matutinas y vespertinas, sin que se produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída mortal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como la palabra nada.”
“… Antes, en el tiempo en que se moría, las pocas veces que me encontré delante de personas que habían fallecido, nunca imaginé que la muerte de ellas fuese la misma de la que yo un día vendría a morir, Porque cada uno de vosotros tenéis vuestra propia muerte, la transportáis en algún lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece, tu le perteneces.”
“…a
decir verdad, nosotros, los humanos, no podemos hacer mucho mas que
sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza, será por
eso que siento una enorme curiosidad por saber cómo va a salir del lío
en que está metida, con esa carta que va y viene y de ese violonchelista
que ya no podrá morir a los cuarenta y nueve porque ya ha cumplido los
cincuenta. La muerte hizo un gesto de impaciencia, se sacudió
bruscamente del hombro la mano fraternal con la que la consolábamos y se
levantó de la silla. Ahora parecía mas alta, con mas cuerpo, una
señora muerte como debe ser, capaz de hacer temblar el suelo bajo sus
pies, con la mortaja arrastrando y levantando humo a cada paso. La
muerte está enfadada. Es el momento de sacarle la lengua.”
“Las intermitencias de la muerte”, de José Saramago.
En Algún día | José Saramago.
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